Ecuatorianismos: La evocación del académico Carlos Joaquín Córdova. Parte 8
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La Directora de la Academia Ecuatoriana de la Lengua elabora un amplio análisis sobre el diccionario que se acerca a las raíces más íntimas de nuestra forma de hablar, elaborado por el lexicógrafo más reconocido del Ecuador. Esta es la octava y última parte.

Reproduzco, como colofón, dos textos imprescindibles: una carta, bellísima visión del valor del uso del español en nuestra vida y de los avatares que tuvo que sufrir la lengua española hasta ser aceptada como idioma oficial en todos los países hispanoamericanos, y el prólogo del volumen de la tercera edición de El habla del Ecuador, Diccionario de ecuatorianismos,escrito por el académico don Fabián Corral Burbano de Lara, subdirector de nuestra AEL.
Excmo. Señor don Alejandro Pidal y Mon, Director de la Real Academia Española de la Lengua.
Madrid.
Excelentísimo Señor.
“Hay, como V.E. bien lo sabe, entre la lengua que se habla y el ánima del hombre una unión tan íntima, un vínculo tan apretado, una dependencia tan recíproca, que el lenguaje viene a ser, por eso, uno como espejo vivo, en que aparece reflejada el alma, con exactitud: cultivar, pues, el idioma, estudiarlo, analizarlo y procurar conservarlo puro, genuino e incontaminado es obra civilizadora; y tanto más civilizadora cuanto (como sucede en el castellano) el idioma que se habla sea más perfecto, más rico, más variado y esté ya fijado mediante la formación de una literatura, en la [cual lo] que solemos llamar el fondo de las obras literarias se halle en armonía con la expresión.
Una lamentable equivocación comenzó a cundir, hace algún tiempo, en los pueblos hispano americanos, y fue la de creer que también el idioma en nuestras Repúblicas debía emanciparse de España, así como las colonias se habían emancipado de la Metrópoli; confieso llanamente a V. E. que yo no puedo entender cómo se podría haber verificado semejante emancipación del idioma, a no ser que se hubiera convenido [en] la democracia americana en hablar una lengua del todo indisciplinada, lo cual, aunque se hubiera querido, habría sido metafísicamente imposible realizar. Por el idioma castellano, que es el habla materna de los americanos, todavía, hasta ahora, como en los días de Carlos Quinto y de Felipe Segundo, el sol no se pone en los dominios pacíficos de esa Real Academia Española de la Lengua.
Con profundo respeto, soy de V. E., Excmo. Señor Marqués, atento servidor y capellán +Federico. Arzobispo de Quito.
Quito, 24 de Marzo de 1908…
Raro y precioso texto el de nuestro arzobispo, académico, historiador y escritor sin par. En él, en términos que no pueden ser, hoy mismo, más actuales, consta no solo la razón, sino todas las razones del trabajo académico al que pudimos referirnos. Nuestro decir revela nuestro ser… No solamente hay entre palabra y ser una dependencia imposible de escindir, sino que, además, la obra civilizadora, es decir, la tarea que nos convierte en ciudadanos al servicio del ámbito en que hemos nacido y de la Tierra toda es el cultivo de la palabra propia.
Estas ideas expresadas hace ciento doce años por el talentoso arzobispo son avaladas, al cabo de tanto tiempo, en el sustancioso Prólogo del subdirector de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, que precede a la tercera edición de El habla del Ecuador, diccionario de ecuatorianismos realizada por la Universidad San Francisco de Quito hace pocos meses y ya citada. Helo aquí:
El habla del país
Fabián Corral Burbano de Lara
Carlos Joaquín Córdova, a la altura de sus venerables noventa y cinco años, publicó una versión corregida y aumentada de su “Diccionario de Ecuatorianismos”. Transcurrido el tiempo desde entonces, la Universidad San Francisco de Quito lo reedita ahora, cuando el texto ha crecido en prestigio hasta convertirse en un clásico de nuestra lengua.
Libro singular, porque registra, con puntualidad y precisión, la evolución de la sociedad desde lo más entrañable y cotidiano: su idioma. Libro valioso, porque alude a la memoria de lo que existió, y de lo que existe entre los bastidores de las costumbres, pese a la confusión de un país que vive apostándole a la inmediatez y a las negaciones. Libro importante, porque es un testimonio de ese enorme legado de experiencias, costumbres, decires, paisajes y anécdotas que constituye la infraestructura humana de nuestra tierra, la que persiste, la que permite anclar las raíces, la que explica lo que somos y de dónde procedemos.
Los diccionarios, los vocabularios son libros de historia, síntesis de la geografía e inventario de la vida cotidiana. Cada palabra, cada expresión idiomática, encapsula un mínimo retazo de cultura, alguna memoria y mucha experiencia. El libro de Carlos Joaquín Córdova es, precisamente, eso, un inventario y un testimonio del Ecuador desde los giros, las palabras, los decires y las expresiones que, a lo largo de los siglos, fue modulando nuestra gente.
Es, además, una evidencia del mestizaje racial y cultural, ese fenómeno que disolvió culturas, fundió modos de ser y sentir, y permitió el nacimiento del Nuevo Mundo. El idioma es la mejor evidencia de ese proceso que aún no concluye, y que, al viejo castellano que llegó hace quinientos años con las armaduras y los caballos, agregó los aportes del quichua, sus sesgos, declinaciones y modismos, proceso que sigue incorporando lo que viene del mundo y la tecnología, lo que traen los migrantes, lo que aportan las invenciones, lo que imaginan los jóvenes. El resultado, es el “habla viva”, lo que decimos cada día. El idioma sirve para comunicarse y vivir; con él se piensa, se siente y se recuerda. El idioma tiene que ver con el arte de conversar, con esa magia de entablar un diálogo y entender al otro. Este libro es el testimonio de que, desde siempre, los individuos y las sociedades se hacen hablando, escuchando, imaginando términos y adecuando palabras a las circunstancias.
Más que un diccionario, el libro de Carlos Joaquín Córdova, “El Habla del Ecuador, Diccionario de Ecuatorianismos”, es una bitácora de costumbres y de historia vieja y reciente. Es testimonio de innumerables trayectorias vitales, porque tras los modismos, escondidos entre los secretos del origen de las palabras, están, al mismo tiempo, lo que fueron los abuelos y la cosecha reciente de los migrantes, están la inventiva y los modismos de la modernidad; están la antigüedad que ya olvidamos y la globalización que ahora nos marca. En el idioma estamos nosotros, porque todos hacemos cada día las palabras, las dotamos de sentido, las cargamos de pasión, ahondamos lo que expresan o negamos lo que contienen. Así, pues, quien se atreve y logra, como Córdova, escribir un libro de esa índole, es un testigo envidiable, un cronista y un historiador que, a través de las palabras, descubrió e interpretó la índole de la sociedad.
Importante labor esta de sumergirse en el habla regional, porque así se llega a los fondos del país y, a veces, gracias a la mínima expresión cotidiana, se descubren cosas que de otro modo no se saben. Con frecuencia, claro está, nos quedamos con la interrogante, pero leyendo un texto como el de Córdova, podemos establecer que hablamos un idioma peculiar, en parte el castellano antiguo que por acá se quedó sobreviviente, y que, en sus intersticios, prosperan muchos términos nativos, quichuismos, giros provincianos y novísimas expresiones que acaban de llegar del mundo.
La reedición del libro de Carlos Joaquín Córdova, ahora con el auspicio de la Universidad San Francisco de Quito, es un aporte a la cultura, al idioma rural que no debe olvidarse, a la historia del país desde la perspectiva de las palabras, desde la evidencia de cómo la gente moduló los decires, de cómo articuló sus sentimientos, testimonios y nostalgias.
Quien acceda a este texto podrá advertir la singular trascendencia del trabajo del autor, de su constante búsqueda de términos, giros y testimonios que nacieron de una forma de vida y prosperaron en la sociedad. Y podrá advertir, además, la importancia de la contribución de la Universidad San Francisco de Quito al reeditar la obra.
Finalmente, hay que preguntarse cuál es el sentido, el origen y el fin de la afición, si así puede llamarse, a pasarnos la vida indagando lo que quisieron, quieren y querrán decir las palabras, y lo que podemos y queremos expresar con ellas… Indagación ajena al valor crematístico que es el centro axiológico de la existencia humana presente y, por ello, empeño doblemente execrable para unos, y meritorio, para otros. El porqué, no solo de nuestro empleo apasionado de cada término, sino el de su evanescente condición; el de su actualidad y, en término que, por su cercanía con el inglés, Carlos Joaquín no aprobaría del todo, su obsolescencia, es decir, su agonía, la lucha del decir por su continuidad, aun cargada de perecimiento…
Considero ineludible hacer referencia, desde esta realidad de la palabra a la de nuestra propia vida, tan parecida a la de las palabras: historiada, nace, crece, se reproduce y se repite, agoniza en la lucha por seguir siendo, hasta aquietarse para siempre en el silencio del silencio profundo de la muerte.
Entonces, y para terminar, he de acudir a la actividad humana que da sentido a la existencia de los diccionarios, catálogos del alma y de sus preocupaciones, caterva de términos sin concierto mientras no se ocupan los poetas de insuflar vida en su barro aún inerte. Tal actividad significativa singular, que dota de sentido a la palabra, es, pues, la poesía.
¿Cómo olvidar las palabras que escribía Miguel Hernández (1910-1942), desde la cárcel franquista donde moriría en sus treinta y un años, solo, tuberculoso y mísero, rico de la inmensa fortuna de la poesía?: “Lo importante, que no hay nada importante, es dar una solución hermosa a la vida”.
Pero, ¿es posible tal ‘solución hermosa’, fuera de la poesía?