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La muerte no se lleva bien ni con el gobierno ni con la prensa

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Ningún gobierno estaba preparado para una pandemia como la que estamos sufriendo. Pero piden ayuda cuando se ven superados. Evitan la autocomplacencia.

Fotos: Marco Pin – API

Nuestro país se ha convertido en un país que asusta, escandaliza y avergüenza por el manejo de los muertos del Covid-19. Como en las pandemias medioevales, hemos visto cadáveres en la calle y unos sobre otros en los hospitales. El gobierno ha reconocido que esas imágenes no debieron haberse producido nunca y pidió disculpas. Yo tenía la esperanza de que todas fueran falsas, de que fueran solo un montaje de los desalmados que trabajan para el malvado.

Es lo más triste de cuanto nos ha pasado. La incapacidad del gobierno es indignante. Tienen cuarenta o cincuenta mil soldados y otros tantos policías que siempre participan en las catástrofes en las tareas más difíciles; hay también centenares de funerarias en el país con personal habituado al manejo de cadáveres; es absurdo que no puedan recoger 30 cadáveres, como dijeron al principio, o 150 como han dicho después. No hay disculpa posible, no se trata de contar bien o mal sino de acudir a los llamados para recoger a las víctimas. Tampoco cabe disculparse diciendo que en otros países también son erradas las estadísticas y que el número de muertos es mayor. En ninguna parte han dado el espectáculo que ha dado nuestro país. Es probable que se hayan enredado con los trámites burocráticos del médico que debe extender el certificado, el fiscal que debe hacer el levantamiento del cadáver, la funeraria que no quiere hacerse cargo de víctimas de coronavirus y hasta los comités y fuerzas de tarea encargados del manejo de la crisis.

La prensa tampoco ha manejado bien la información. Desde que la televisión se dedicó a la crónica roja tiene atracción especial por los muertos, el llanto de los deudos y las crónicas melodramáticas. Uno de los empleados de un hospital público filmó los cadáveres en la morgue de un hospital y le entregó a un canal de televisión que difundió las imágenes como la primicia del día. Habría que preguntarles qué hospital no tiene morgue y qué morgue no tiene muertos. El Palacio del Hielo en Madrid tiene cuatrocientos muertos en espera de sepultura, pero a nadie se le ocurre ofrecer esas imágenes en los noticieros estelares.

Un periodista de la televisión hispana de Estados Unidos se ha hecho cargo también del tema generalizando y escandalizando. Ha vapuleado a las autoridades ecuatorianas y ha retado en la cadena internacional al presidente Lenín Moreno a darle una entrevista aclarando que no quiere intermediarios, todo proclamándose defensor del pueblo ecuatoriano. Ese periodismo agresivo, apto para el escándalo y el espectáculo parecía ya superado, pero todavía surgen aquí y allá personajes soberbios que no tienen los pies en el suelo. Se les podría robar los zapatos sin que se den cuenta.

Las condiciones son difíciles, ningún gobierno estaba preparado para una pandemia como la que estamos sufriendo. Pero los gobiernos piden ayuda cuando se ven superados. No me refiero a pedir la unidad nacional como sinónimos de apoyo a las deficiencias y los errores. Es muy atractivo para los políticos el manejo de una crisis porque creen que nadie puede criticar nada sin parecer impertinente. Parece fácil y cómodo centralizar la información y monopolizar cámaras y micrófonos. Cuando se cometen errores, la exposición vanidosa resulta contraproducente. El gobierno de España decidió hacer las ruedas de prensa filtrando las preguntas de los periodistas, hasta que los medios y más de 500 periodistas decidieron no participar en esas ruedas de prensa reclamando “el derecho a preguntar”. Algunas de las medidas impuestas con ocasión de la pandemia pueden resultar muy cómodas para los gobiernos menos democráticos y, en consecuencia, pueden resultar más persistentes que el virus de la pandemia.

Cuando niño era monaguillo y solía ir con los sacerdotes al domicilio de los muertos, me quedó para siempre en la memoria el llanto de los familiares y las imágenes de cómo abrazaban y se aferraban a los difuntos. En ese tiempo los muertos eran llevados al cementerio en carrozas de caballos y la procesión funeraria iba encabezada por tres monaguillos; al pie de la tumba había también muestras de ese dolor que parece inconsolable. Seguramente desde entonces conservo la renuencia a ver a los muertos y me inquieta ese aire de misterio que tiene todo “protocolo” funeral. La civilización actual ya no tiene esa familiaridad con la muerte que tenían las sociedades antiguas. Ahora se encarga a empresas especializadas el cuidado de los muertos y la inhumación o cremación de los cadáveres. Parte de ese distanciamiento con la muerte es el disgusto que provocan las escenas que hemos visto en Ecuador de cadáveres abandonados o mal tratados. También es parte de esta nueva relación entre vivos y muertos el horror que nos provoca la idea de que no somos capaces de poner la debida distancia y la asepsia adecuada.

Un cadáver es algo que no queremos asumir, es solo el paso del cuerpo vivo al alma invisible, por eso la cremación es ahora habitual; que no quede vestigio de la muerte, que no tengamos que ver la transformación en polvo que somos. Una muerte digna es algo que podemos y debemos asumir porque, superado el dolor, sabemos que la muerte tiene sentido. Jorge Luis Borges decía: “Quizás una de las mayores virtudes de la vida es que todo es efímero, incluso lo físico es efímero, el placer es efímero también, y está bien que sea así porque si no todo sería muy tedioso”.  Simone de Beauvoir escribió su libro “Todos los hombres son mortales” para mostrar que una vida sin fin resultaría un tormento insoportable.

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