Hoy no circula… la conciencia
Compartir

Parte de humanizar a los funcionarios públicos es -quizás- con una dosis de realidad. Con un viaje en transporte público, por ejemplo.

Los viernes utilizo el transporte público, por la medida de “Hoy no circula”. La experiencia me hizo comprender por qué los políticos y autoridades pueden desconectarse moralmente y no generar leyes y políticas públicas para las personas. Simplemente no conocen lo que la gente vive a diario para sobrevivir.
Camino, desde cerca del parque de Cotocollao hasta la parada del Metrobús de la avenida Del Maestro. Llevo un sombrero para protegerme del sol, que abofetea, y un impermeable por si llueve.
El estado de la parada me recuerda al país entero, la máquina de los tickets inservible, el andén sucio, sin iluminación, y es que el espacio no es para personas, sino para cosas.
Llevo la mochila sobre mi pecho para evitar incomodidades y robos; apenas hay espacio, sin embargo, una señora logra serpentear hasta el centro y soltar el discurso: “Mi esposo me abandonó, no pido limosna, ni siquiera un valor por los caramelos que ofrezco, le dejo a su voluntad. No quiero importunarle…”. Es solo el resumen, habló extensamente combinando frases de autoayuda y sentido común con filosofía.
No tardó en subir un anciano muy pequeño, se movía con pasmosa lentitud; su esposa estaba en el hospital y necesitaba medicamentos. Todavía recuerdo el sonido de sus pies arrastrándose. Le siguió una joven mujer, probablemente de unos 19 años que vendía afeitadoras para hombres, a un dólar cincuenta.
Cerca de la parada del Seminario Mayor una pareja algo surrealista: un hombre delgado como una navaja, la nariz aguileña y prominente, un Ivy cap sobre su cabeza, la típica gorra plana que utilizan los jubilados, le faltaba un pedazo de la oreja. Le acompañaba un muchacho joven, con el atractivo de un mestizaje equilibrado entre lo urbano y lo rural; vestía de negro y tenía una cruz invertida de arete. Vendían, por un dólar, una billetera, un monedero y un llavero. Bajé hacia la avenida Colón con la sensación de los extremos: ancianos y jóvenes, el principio de la vida sin esperanza y el final del tiempo sin misericordia.
El asistente del bus gritó: ¡suba, suba a la doce! Veinticinco centavos más tarde estaba en el asiento junto a una madre afroecuatoriana que cargaba sobre su hombro un bebé como de un año profundamente dormido; la miré de reojo, lucía un vestido muy corto, ceñido al cuerpo. Sentada a su derecha, una niña de unos 13 años, en su mano izquierda un biberón verde y en la derecha un celular con el que chateaba. Delante de ella, probablemente su hermana, podría tener uno o dos años menos conversaba a través de mensajes de voz, con sus auriculares; a su izquierda un chico de unos 10 años quizá, pero no tenía celular, lo cual me apenó. La familia era muy pobre como lo atestiguaban las zapatillas de cama de los tres niños, solo la madre calzaba unos tenis.

Subió una joven universitaria, parecía una clase de García Canclini el que dijo que la cultura latinoamericana se caracteriza por la mezcla: un maravilloso vestido negro tipo japonés, una shigra otavaleña y tocaba un charango. Lo hacía, según dijo, para ayudarse mientras hacía su tesis, imaginé, por la combinación entre lenguaje académico y protesta popular que podía ser en Antropología.
Los servidores públicos de rangos directivos deberían tener la prohibición de manejar autos particulares, en días laborables; también tendrían que vivir en cualquier barrio popular, atenderse en los servicios públicos de salud o del cruel IEES de forma obligatoria mientras dura su mandato, no encuentro otra forma de humanizarlos. De lo contrario, no será posible que comprendan cómo el dolor que viene con la pobreza, se convierte en angustia, la angustia en desesperación y luego en ira contra la inequidad. Bajo del bus pensando que, en la noche, cuando regrese a casa, los buses me contarán otras historias, que son la misma.