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Ecuatorianismos: La evocación del académico Carlos Joaquín Córdova. Parte 1

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La Directora de la Academia Ecuatoriana de la Lengua elabora un amplio análisis sobre el diccionario que se acerca a las raíces más íntimas de nuestra forma de hablar, elaborado por el lexicógrafo más reconocido del Ecuador. Esta es la primera de ocho partes.

Foto: Flickr Station Alpine Joseph Fourier

Cada vez que he de hablar o escribir sobre un diccionario –libros que son milagros de paciencia, lucidez y amor por la palabra, llamados también, ‘tesoro’, ‘repertorio’, ‘catálogo’, ‘glosario’, ‘vocabulario’, viene a mi memoria un texto maestro, inevitable, bella narración relativa al diccionario de la lengua española, que hoy puedo darme el lujo de reproducir casi íntegramente. Está escrita para nuestro gozo, pues quizá todos tuvimos cuando niños una experiencia parecida, que permanece en el corazón.

Un buen escritor escribe lo que nosotros habríamos querido decir. Al leerlo, pensamos ‘era esto’, ‘yo lo había pensado, pero…’.   La identificación entre nosotros y el texto que leemos, aunque decirlo parezca vanidoso, es garantía del valor de lo leído; si las palabras escritas por alguien lejano, desconocido incluso, nos llegan como si las hubiéramos soñado nosotros mismos y nos ‘suenan’ mejor, es que llegaron a nosotros para revelarnos, no solamente un mundo ‘otro’, sino rasgos de nuestra propia interioridad…

 Para explicarme más a nuestra manera, empleo aquí el español serrano, tan caro al exdirector y amigo, don Carlos Joaquín Córdova: ‘un buen escritor es el que nos da escribiendo y diciendo lo que nosotros hubiéramos querido escribir o decir’.  Digamos, de paso, que nuestro dar haciendo no es solo forma imperativa que elude el mandato directo por timidez, cortedad o íntima delicadeza, sino que puede conjugarse en todos los tiempos y personas: Me da diciendo, me dio diciendo, me dará diciendoMe daría diciendo, si yo le pidiera, etc., etc. Así resulta que el mandato se convierte casi en ruego; y puede ser dicho en pasado, en futuro, en condicional…

Los textos hermosos a que quiero referirme nos dieron diciendo…, como si fueran resultado generoso de nuestra personal solicitud.

Esta es la historia; al oírla, reconocerán ustedes algún párrafo que ya conocían, pero su repetición no les molestará; les permitirá profundizar en su sentido lleno de juego e inteligencia:

Tenía cinco años cuando mi abuelo el coronel me llevó a conocer los animales de un circo que estaba de paso… El que más me llamó la atención fue una especie de caballo maltrecho y desolado con una expresión de madre espantosa. “Es un camello”, me dijo el abuelo. Alguien que estaba cerca le salió al paso. -Perdón coronel, le dijo, es un dromedario. Puedo imaginarme ahora cómo debió sentirse el abuelo de que alguien le hubiera corregido en presencia del nieto, pero lo superó con una pregunta digna:

 -¿Cuál es la diferencia?

No la sé, le dijo el otro, pero este es un dromedario.

El abuelo no era un hombre culto, ni pretendía serlo, pues a los catorce años se había escapado de la clase para irse a tirar tiros en una de las incontables guerras civiles del Caribe y nunca volvió a la escuela.  Pero toda su vida fue consciente de sus vacíos, y tenía una avidez de conocimientos inmediatos que compensaba de sobra sus defectos.

Aquella tarde del circo volvió abatido a la casa y me llevó a su sobria oficina con un escritorio de cortina, un ventilador y un librero con un solo libro enorme. Lo consultó con una atención infantil, asimiló las informaciones y comparó los dibujos, y entonces supo él y supe yo para siempre la diferencia entre un dromedario y un camello. Al final me puso el mamotreto en el regazo y me dijo:

         -Este libro no solo lo sabe todo, sino que es el único que nunca se equivoca.

Era el diccionario de la lengua, sabe Dios cuál y de cuándo, muy viejo y ya a punto de desencuadernarse. Tenía en el lomo un Atlas colosal, en cuyos hombros se asentaba la bóveda del universo. “Esto quiere decir –dijo mi abuelo- que los diccionarios tienen que sostener el mundo”.  Yo no sabía leer ni escribir, pero podía imaginarme cuánta razón tenía el coronel  si eran casi dos mil páginas grandes, abigarradas y con dibujos preciosos. En la iglesia me había asombrado el tamaño del misal, pero el diccionario era más grande. Fue como asomarme al mundo entero por primera vez.

-¿Cuántas palabras habrá?, pregunté-.

– Todas dijo el abuelo.

La verdad es que en ese momento yo no necesitaba de las palabras, porque lograba expresar con dibujos todo lo que me impresionaba. […] Sin embargo, la noche en que conocí el diccionario se me despertó tal curiosidad por las palabras que aprendí a leer más pronto de lo previsto. Así fue mi primer contacto con el que había de ser el libro fundamental en mi destino de escritor.

Un gran maestro de música ha dicho que no es humano imponer a nadie el castigo diario de los ejercicios de piano, que este debe tenerse en la casa para que los niños jueguen con él. Es lo que me sucedió con el diccionario de la lengua. Nunca lo vi como un libro de estudio gordo y sabio, sino como un juguete para toda la vida, sobre todo desde que se me ocurrió buscar la palabra amarillo que estaba descrita de este modo simple: ‘del color del  limón’. Quedé en las tinieblas, pues en las Américas el limón es de color verde. El desconcierto aumentó cuando leí en El romancero gitano de Federico García Loca, estos versos inolvidables: ‘En la mitad del camino cortó limones redondos y los fue tirando al agua hasta que la puso de oro’.

            Con los años, el Diccionario de la RAE, aunque mantuvo la referencia del limón, hizo el remiendo correspondiente: ‘del color del oro’. Solo a los veintitantos años, cuando fui a Europa, descubrí que allí, en efecto, los limones son amarillos. Pero entonces había hecho ya un fascinante rastreo del espectro solar a través de otros diccionarios del presente y del pasado. El Larousse y el Vox, como el de la RAE de 1780 se sirvieron también de las referencias del limón y del oro, pero solo María Moliner hizo en 1976 la precisión implícita de que el color amarillo no es el de todo el limón, sino solo el de su cáscara. Pero también ella había sacrificado la poesía del Diccionario de autoridades, que fue el primero de la AEL en 1726 y que describió el amarillo con un candor lírico: Color que imita el del oro cuando es subido, y a la flor de la retama cuando es bajo y amortiguado. Todos los diccionarios juntos, por supuesto, no le daban a los tobillos al más antiguo, compuesto en 1611 por don Sebastián de Covarrubias que había ido más lejos que ninguno en propiedad e inspiración para identificar el amarillo: ‘entre los colores se tiene por la más infelice, por ser la de la muerte y de la larga y peligrosa enfermedad, y la color de los enamorados’.[Notemos el género, hoy inusual, pero correcto, de la color. La versión actual del Diccionario de la lengua española contiene, en el artículo correspondiente a color, la siguiente abreviatura: Ú.t.c.f.: ‘Úsase también como femenino’].

Estos escrutinios indiscretos me llevaron a comprender que los diccionarios rupestres intentaban atrapar una dimensión de las palabras que era esencial para el buen escribir: su significado subjetivo. Nadie lo sabe tanto como los niños hasta los cinco años y los escritores hasta los cien. Los sabores, los sonidos y los olores son los ejemplos más fáciles. Hace muchos años me despertó a media noche la voz de un cordero amarrado en el patio que balaba en un tono metálico de una regularidad inclemente. Uno de mis hermanos menores, deslumbrado por la simetría del lamento, dijo en la oscuridad: “parece un faro”. Una tisana hecha con hierbas viejas tenía el sabor inconfundible de una procesión de Viernes Santo. Cuando al Che Guevara le dieron a probar la primera gaseosa que se hizo en Cuba para sustituir el refresco del Cuba Libre, dijo sin vacilar ante las cámaras de televisión: Sabe a cucaracha.  […]  ¿Cuántas veces hemos tomado un café que sabe a ventana, un pan que sabe a baúl, un arroz que sabe a solapa y una sopa que sabe a máquina de coser? Un amigo probó en un restaurante unos espléndidos riñones al jerez, y dijo, suspirando: -Sabe a mujer. En un ardiente verano de Roma tomé un helado que no me dejó la menor duda: sabía a Mozart.

Creo que este género de asociaciones tiene mucho que ver con las diferencias entre un buen novelista y otro que no lo es. En cada palabra, en cada frase, en el simple énfasis de una réplica puede haber una segunda intención secreta que solo el autor conoce. Su validez tendrá que ser distinta de acuerdo con quien la lea y según su tiempo y su lugar.  Cada escritor escribe como puede, pues lo más difícil de este oficio azaroso no es solo el buen manejo de sus instrumentos, sino la cantidad de corazón que se entregue en el único método inventado hasta ahora para escribir, que es poner una letra después de la otra. [El subrayado es mío. Pienso en Carlos Joaquín Córdova, en cuánto corazón puso él en su obra, hasta el fin, letras tras letra, palabra tras palabra.]…

            Para resolver estos problemas de la poesía, por supuesto, no existen diccionarios, pero deberían existir. Creo que doña María Moliner, la inolvidable, lo tuvo muy en cuenta cuando se hizo una promesa con muy pocos precedentes: escribir sola, en su casa, con su propia mano, el Diccionario de uso del español. Lo escribió en las horas que le dejaban libre su empleo de bibliotecaria y el que ella consideraba su verdadero oficio: remendar calcetines. Lo que quería en el fondo era agarrar al vuelo todas las palabras desde que nacían, sobre todo las que encuentra en los periódicos, según dijo en una entrevista, porque allí viene el idioma vivo, el que se está usando, las palabras que tienen que inventarse al momento. En realidad, lo que esa mujer de fábula había emprendido era una carrera de velocidad y resistencia contra la vida. Es decir: una empresa infinita porque las palabras no las hacen los académicos en las academias, sino la gente en la calle. Los autores de los diccionarios las capturan casi siempre demasiado tarde, las embalsaman por orden alfabético y en muchos casos cuando ya no significan lo que pensaron sus inventores. En realidad, todo diccionario de la lengua empieza a desactualizarse desde antes de ser publicado y por muchos esfuerzos que hagan sus autores no logran alcanzar las palabras en su carrera hacia el olvido. Pero María Moliner demostró, al menos,  que la empresa era menos frustrante con los diccionarios de uso. O sea, los que no esperan que las palabras les lleguen a la oficina, sino que salen a buscarlas, como es el caso de este diccionario nuevo que me ha llegado a las manos todavía oloroso a madera de pino y tinta fresca. [Se refiere el autor al Diccionario de uso del español actual, cuyo prólogo le fue solicitado por sus editores] Y cuyo destino podría ser menos efímero que el de tantos otros, si se descubre a tiempo que no hay nada más útil y noble que los diccionarios para que jueguen los niños desde los cinco años. Y también, con un poco de suerte, los buenos escritores hasta los cien…  [Prólogo a Clave, Diccionario de uso del español actual, Madrid, Ediciones SM, 1997, segunda edición].

            Estoy segura de que ustedes saben, mejor que yo, que el autor de este texto excepcional es nuestro escritor ‘hispanoamericano de Colombia’, Gabriel García Márquez.

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