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Si nada funciona, ¿por qué Latinoamérica no cambia?

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Un análisis sobre la integración y el fracaso de los países de Latinoamérica en lograr consensuar en los temas que son de interés para todos. 

Foto: Flickr Eneas De Troya

Populismos de izquierda y de derecha, extrema derecha, socialismo del siglo XXI. Un denominador común de la política de Latinoamérica es la extinción o casi desaparición de los partidos políticos orgánicos, que han sido reemplazados por populismos, grupos clientelares, partidos de alquiler, alianzas de amigos y cualquier otra cosa que sirva para ser calificados en los organismos electorales de los países y participar como candidatos en las elecciones.

La llamada “partidocracia” que tanto denostaban los Correa, Chávez, López Obrador o Maduro, es un recuerdo de otros tiempos, cuando las tendencias políticas estaban claramente delimitadas: la socialdemocracia, el partido socialista, la democracia cristiana o los socialcristianos.

No solo en el caso ecuatoriano. Por muchos años en Venezuela se disputaban la presidencia el COPEI y la AD, en Argentina eran peronistas contra radicales, mientras en Colombia eran liberales versus conservadores. Ni qué decir en Chile, cuando tras el plebiscito que dejó sin poder a Pinochet hubo espacio para la llamada Concertación que, por algunas décadas, marcó una estabilidad sin precedentes, como antes de la dictadura.

Los partidos dieron paso a grupos de actores identificados con las nuevas agendas políticas, relacionadas con el ecologismo, el feminismo, el indigenismo o el “elegebeteísmo”, que han reemplazado a la izquierda tradicional, mientras que los libertarios y otros grupos de extrema derecha han desplazado al tradicional conservadorismo. Y esos grupos, con discursos extremos llaman a la división y a la polarización, otro denominador común de la política latinoamericana, en donde el péndulo suele irse a los lados y no permanece en posiciones de centro.

En los países en donde domina la tendencia del socialismo del siglo XXI los partidos políticos casi no existen o tienen muy poca fuerza. El México del PRI, el PAN y el PRD ha sido casi aniquilado por MORENA, la agrupación de López Obrador que reúne en sus filas a viejos priístas, panistas y perredistas. En Argentina es el peronismo (de derecha, centro o izquierda) que domina la escena, mientras en Brasil la polarización entre el partido de los trabajadores y los seguidores de Bolsonaro hace muy difícil salir de los escenarios de confrontación. Como señala el experto en comunicación Manuel Castells, “el nivel de polarización violenta al que se está llegando en el mundo entre los políticos supera todo lo que se podía pensar”.

No existe lo que en Europa se denominaba “la tercera vía”, en la acepción de Anthony Giddens, que sugería un sistema de economía mixta, el centrismo o reformismo como ideología rechazando el laissez faire y la planificación económica socialista, promoviendo la profundización de la democracia, el desarrollo tecnológico, la educación y la competencia regulada, para lograr progreso, desarrollo económico y social, y otros objetivos igualmente importantes.

El fin del uribismo en Colombia es la consecuencia de un modelo personalista que, a pesar de haber tenido logros económicos, no logró solucionar los problemas de la mayoría de la población. Ecuador, tras la crisis bancaria de 1999, vio aparecer y desaparecer a muchas agrupaciones políticas que tuvieron vida efímera (PUR, CFP, PCD, DP, FADI, FRA) y otros que se resisten a desaparecer, pero que se han vuelto parte de la corrupción campante (el ex MPD, el PSC o el roldosismo). Con Correa y su estilo personalista todo se resumía en Alianza País (luego Revolución Ciudadana) contra el resto. Lo de Lasso (CREO), lo de SUMA o Avanza son grupos de amigos

La actual crisis peruana es el resultado del personalismo que instaló Fujimori en la presidencia y que, luego de él, ha visto desfilar una serie de políticos y expresidentes involucrados en corrupción (Toledo, Humala, Alan García, Kuczynski, Viscarra) y que poco dejaron a una institucionalidad frágil puesta a prueba con la caída de Pedro Castillo. Se creía que en Chile podía existir una cierta organicidad, pero tras la violencia de octubre de 2019, lo que ha seguido es el regreso de la izquierda, pero no la de Salvador Allende, sino la que maneja agendas propias de minorías, que intentaron elaborar una constitución parecida a la de Montecristi 2008, rechazada en las urnas por el plebiscito de 2022 y que tiene a Gabriel Boric contra las cuerdas.

La política extrema es un círculo que se encuentra

Vale la pena analizar este texto clásico del historiador británico Paul Johnson A History of the Modern World (Una Historia del Mundo Moderno): “la carrera de Perón ilustra su esencial identidad con el fascista deseo de poder y algunas veces tomaba prestadas ideas de Mussolini, Hitler, Franco y Stalin (…) Mostró cómo manipular a la gente en un sistema de contar cabezas (…) Como presidente, Perón trasmitió una demostración clásica en nombre del socialismo y el nacionalsocialismo y cómo destrozar la economía (…) Llevó a cabo un asalto frontal al sector agrícola, el mayor recurso de capital argentino. Ya en 1951 había agotado las reservas y había descapitalizado al país (…) Destrozó la Suprema Corte. Arrebató el sistema radial y a La Prensa, el gran diario latinoamericano.”

Al referirse a Napoleón Bonaparte, Johnson decía que “el todopoderoso Estado de Napoleón fue concebido por su admirado Hegel, que a su vez fue la raíz tanto del marxismo como del totalitarismo nazi (…) Ningún dictador del trágico siglo veinte ha estado ajeno a los ecos napoleónicos, desde Lenin, Stalin, Mao Zedong a los tiranos como Kim Il Sung, Castro, Perón, Mengistu, Saddam Hussein, Ceausescu y Gadafi.”

En The Quest for God (la Búsqueda de Dios), el historiador ya fallecido decía “en la religión el antropomorfismo simplemente refleja las limitaciones de la imaginación humana (…) La única forma de igualdad que es posible y deseable es la igualdad ante la ley (…) Doctrinas conocidas como Teología de la Liberación. Esta es simple y absolutamente una herejía anticristiana, sin ninguna base moral (…) La práctica del aborto nos remite a un problema importante. El fracaso de encontrar una alternativa de alimento espiritual, sistemas que son capaces de matar, los millones de niños a los cuales no les permitió nacer, mucho menos vivir igual que lo hizo Hitler, Pol Pot, Stalin o Mao”.

Tomando algunas de las ideas de Johnson se puede creer que ninguna postura política es químicamente pura pero, por lo mismo, no debería convertirse en un círculo concéntrico que lleva al mismo sitio a las tendencias ideológicas más extremas. Es que Latinoamérica sigue siendo como un perro que da las vueltas y se sigue mordiendo la cola sin poder salir de eso.

Sergio Berensztein, analista argentino, hablando de la reciente cumbre de la CELAC, decía que el presidente uruguayo Luis Lacalle Pou “hizo gala de su retórica y de su claridad conceptual”. Agregaba que “un escenario diseñado para catapultar el retorno de Lula como líder regional fue la plataforma para que el presidente de Uruguay ratificara los valores de la democracia, la defensa de los derechos humanos, la institucionalidad republicana y el libre comercio como mecanismo para alcanzar la prosperidad y una verdadera y efectiva integración regional. Un soplo de aire fresco y sentido común en un deslucido evento caracterizado por ideologismos, inconsistencias y contradicciones”.

Fue en la última reunión de la reunión de la CELAC (Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños) que es un mecanismo intergubernamental de ámbito regional, que promueve la integración y desarrollo de los países latinoamericanos y caribeños.​ Está integrada por los 33 países soberanos que integran América Latina y el Caribe. Pero, la última cumbre de Buenos Aires distó de eso.

Ninguno de los mandatarios presentes pudo replicar a Lacalle Pou, cuando dijo que en esa reunión había gobernantes y países que no respetan la democracia ni los derechos humanos (haciendo alusión a Cuba y Nicaragua, aunque Venezuela, cuyo líder estuvo ausente, no dejó de ser mencionada). Lacalle Pou, tuvo una claridad conceptual que difería de los discursos anacrónicos sobre la integración latinoamericana y el diálogo entre los pueblos de la Patria Grande, que tanto les gustaba a Castro, Chávez o Correa.

Otro dato de Berensztein es decidor: “los presidentes de los países que integran la CELAC no solo no le hacen un gol a nadie, sino que en términos de desarrollo humano, en general sus naciones pierden por goleada (con las importantes excepciones señaladas). Como advirtió estos días Andrés Malamud, América Latina acumula el 5% del comercio mundial, el 8% de la población y el 35% de los homicidios”.

Agrega el analista: “Alberto Fernández, que confundió la CELAC con la Cumbre de las Américas. ‘Lo traicionó el inconsciente: le hubiera encantado inaugurarla, como hizo Néstor Kirchner en 2005, en Mar del Plata’, reflexionó en voz baja un excolaborador suyo. Para peor, el Presidente sufrió un nuevo sinsabor al ser desplazado como titular del organismo: Cuba y Venezuela impusieron a un títere, Ralph Gonsalvez, el primer ministro de San Vicente y Granadinas. Faltaría el cartelito: “atendido por sus dueños”.

¿Sirven la CELAC, la OEA y la UNASUR?

Aunque la agonía fue larga y penosa, se veía venir, cuando, en enero de 2017, dejó la secretaría del organismo el expresidente colombiano Ernesto Samper. UNASUR fue otro experimento fallido de la integración latinoamericana.

Con solo once años de vida se esfumó un organismo pensado por los ideólogos del “socialismo del siglo XXI” para su beneficio, y que solo ocasionó gastos y ningún beneficio. Un edificio cuyo costo, asumido por el Ecuador en tiempos de Correa, fue de $ 43,5 millones y una estatua de un expresidente ya fallecido, Néstor Kirchner, reconocido como uno de los personajes más corruptos de la historia latinoamericana.

La salida de Brasil, Argentina, Colombia, Perú y Chile, cuando estaban en manos de gobiernos de tendencia liberal, más la negativa de otros países para seguir pagando cuotas de manutención de sede y burocracia, fueron la piedra de toque final. Tampoco se justifica que sigan existiendo la CELAC y el Banco del Sur.

UNASUR quiso sostenerse bajo el liderazgo de Lula y Fernández, más el soporte de Maduro, Correa, Arce y Morales, intentando aplicar la receta del socialismo del siglo XXI, pero es una utopía que acabó cuando cayeron los precios de los principales productos de exportación sudamericanos-commodities (petróleo, cobre, gas, soya, entre otros).

Ideas como el “anillo energético” para asegurar el suministro de gas para Brasil y los sueños de Lula de extender la influencia y el liderazgo de su país en todo el continente (algo que solo se logró con la corrupción de Odebrecht), hicieron insoportable el proyecto, más el afán de muchos de estos mandatarios por eternizarse en el poder.

La utopía de la Integración

Hace doscientos años, cuando Simón Bolívar (acaso el modelo o paradigma de los dictadores o autócratas latinoamericanos) habló de integración, pensaba en la posibilidad de crear entre todas las naciones una fuerza negociadora frente a las potencias desarrolladas. Lo que se ve actualmente son unas “republiquitas” a las que el Libertador hizo referencia, poco antes de morir.

Desde el pasado remoto, cuando los griegos trataban de forma diferente a los extranjeros (sin menoscabar sus creencias, el denominado sincretismo), hasta los romanos (donde el estatuto de extranjero ponía en riesgo la actividad de la persona, hasta institucionalizar la figura del Pretor Peregrino), las relaciones de naciones, imperios y estados han estado condicionadas por el entorno y las circunstancias.

En ese sentido, las relaciones internacionales no operan ni funcionan por amistades, sino por intereses (como decía Luis Lacalle Pou). Un estado A se relaciona con el B porque éste le ofrece algo que no tiene y a cambio provee alguna necesidad al otro. Suena sencillo, pero no lo es. Desde esos tiempos, los Estados hegemónicos siempre buscaron perpetuar el dominio por la razón o la fuerza, en el peor de los casos (que ocurría con frecuencia).

El pensador alemán del Siglo XIX, Carl Von Clausewitz, sostenía que “la guerra es la continuación de la política por otros medios». Aquella idea no era cínica en el contexto del tratado del pensador de “De la Guerra”. Clausewitz pensaba que la guerra moderna era un «acto político».

Si tomamos ese pensamiento y el de otros, como Nicolás Maquiavelo, en su obra “El Príncipe”, donde sostiene que el enemigo “tiene que temernos antes que amarnos” o que “si no se puede dominar por la razón, se lo hace por la fuerza”, pensamos que la diplomacia no es más que la aplicación de doctrinas antiguas, en nuevos conceptos, donde prevalece otra idea, más sutil, pero tan efectiva como la guerra.

La fuerza de las armas es actualmente el último recurso, pues hay otras formas de dominación que no implican su uso. Uno de esos elementos decisivos son las relaciones internacionales. El análisis de la política exterior implica el estudio de cómo el estado hace política exterior, siendo el actor principal y básico de las relaciones internacionales.

La existencia de organizaciones de integración que no han cumplido un papel digno, importante o trascendente, no es solo de estos tiempos de globalización y diplomacia directa. Los fracasos internacionales son numerosos y solo hay que leer la historia.

La Guerra de los 30 años fue saldada en 1648 por las naciones europeas a través de un pacto -La Paz de Westfalia-, que frenó los intereses expansionistas de algunas naciones, pero fue la semilla de las guerras inter europeas posteriores y devino en la presencia de Napoleón Bonaparte, a inicios del siglo XIX. Ni el Congreso de Viena de 1812 pudo detener las ambiciones de unos países en desmedro de otros.

En el siglo XX se lamentó el fracaso de la Sociedad de las Naciones, organismo que nació bajo los 14 puntos de la llamada Doctrina Wilson (presidente estadounidense de entonces). Pero, la Sociedad nació en 1919, sin la presencia de su inspirador, pues Estados Unidos no participó y con la crisis de 1929 y el inicio de la Segunda Guerra Mundial en 1938 -con las aspiraciones imperiales de Hitler-, esta organización se fue al traste y terminó sus días en el olvido.

Si el mundo ha sido un mal ejemplo de integración salvado -solo hasta cierto punto- por la existencia de la ONU y de la Unión Europea (hoy muy cuestionada por los habitantes de sus propios países), Latinoamérica no es la excepción. Hay organismos de integración que han nacido y desaparecido sin dejar rastro (ALALC y ALADI) y otros que van de tumbo en tumbo (como la Comunidad Andina o Mercosur).

La doctrina panamericanista, establecida desde el siglo XIX con la doctrina Monroe –“América para los americanos”- o la doctrina del “gran garrote” del presidente Theodore Roosevelt, tuvo como colofón en 1948 la creación de la Organización de Estados Americanos (OEA). Un organismo que, mientras ha estado bajo la égida de los EE. UU., sirvió. Vale preguntarse: ¿sirve todavía?

Las contradicciones de este organismo tuvieron su primera repercusión cuanto estalló la revolución cubana en 1959 y las posteriores decisiones que sometieron a aislamiento a la isla caribeña. En el 2009, con el caso de Honduras, la OEA demostró que, como organismo internacional, su figura era puramente decorativa.

La OEA no ha podido detener las crisis que han surgido en varios países de la región en los últimos años. Su presencia es tan cuestionada que, precisamente la génesis de UNASUR fue, precisamente, el fracaso de la OEA, aunque con tinte ideológico (“una OEA sin EE .UU.”, como plantearon, entre otros, Hugo Chávez y Rafael Correa).

Y si la OEA es una muestra de lo poco que hacen los organismos de integración, qué se puede decir de la Comunidad Andina (ex Grupo Andino), del Mercosur, del ALBA o de la fallida UNASUR (que en un corto lapso de tiempo demostró ser tan ineficaz como la OEA, hasta su desaparición).

Lo que se da en Latinoamérica es una clara confrontación en el espectro geopolítico, donde algunos países intentan consolidar liderazgos basados en coyunturas o “calenturas” del momento, como la del Brasil de Lula da Silva, el exsindicalista, buscando rehacerse tras haber estado tres años en la cárcel por corrupción.

México, el vecino de los Estados Unidos (con todo e inmigrantes), que atrae a su seno a habitantes de los países más cercanos (centroamericanos y caribeños); Chile, con el colapso de su receta económica “exitosa”, heredada de la dictadura de Pinochet; Argentina, con su liderazgo y economía muy maltrechos; Colombia, con el primer izquierdista en el poder, Gustavo Petro, y Perú que ha entrado en una espiral de violencia de la que será muy difícil que salga en el corto plazo.

La Unión de Naciones Sudamericanas (UNASUR) nació como una nueva -otra más- iniciativa de integración de los países de Sudamérica, para presentar otra visión del mundo, para hacer escuchar su voz y poder de negociar con los grandes bloques económicos mundiales. Sonaba hasta interesante, pero faltaba por ver la intención de sus creadores.

Incluso se proclamaba y planteaba una unidad de criterios políticos y económicos, la creación del Banco del Sur, una especie de Fondo Monetario Sudamericano o Banco Mundial regional. Se llegó a plantear el uso de un derecho especial de giro (como los DEGs del FMI), llamado nostálgicamente SUCRE (sistema único de reconversión económica), que solo fue usado por Venezuela y Ecuador, para operaciones de lavado de activos y enriquecimiento ilícito. Hoy, Alberto Fernández plantea la moneda Sur (que solo parece una boya de salvación, por la situación de default que tiene ese país ante los organismos internacionales y para evitar su dependencia del dólar y del EE. UU.)

En el caso de la OEA, el tema va por un sendero similar. Convertida en una organización con muy poco efecto, poca capacidad y normas poco acatadas y con presidentes como el venezolano o el nicaragüense que dejaron el organismo, todo hace prever que si ese es el escenario, se vuelve a la pregunta con la que se inició este artículo: si nada funciona, ¿por qué Latinoamérica no cambia?

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