Política antidrogas y violencia
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Resignificar la democracia, revalorizar los derechos y las libertades, abandonar ideologías y buscar coincidencias para enfrentar la violencia e inseguridad.

En el 2016 se registraron varios eventos en la geopolítica regional que impactaron en términos de gobernabilidad y cuyos indicadores de seguridad y justicia, entre otros, tiene un punto de inflexión: cambiaron las tendencias y enfrentamos una fragmentación social que derivó en graves alteraciones de orden público que hasta la fecha sentimos su impacto.
Entre los hechos más relevantes del último quinquenio, en América Latina, tenemos el caso Odebrecht, una grave denuncia internacional que evidenció la corrupción de sectores de las élites gobernantes con una de las más poderosas empresas de Brasil que tenía (tiene) negocios en varios país sudamericanos. Esta red de corrupción afectó la gobernabilidad en Brasil, Perú, Ecuador, entre otros estados, que implicó el enjuiciamiento de presidentes en ejercicio, y en el caso más extremo en Perú, el suicidio de Alan García.
En paralelo se produjo el mayor éxodo de ciudadanos de nacionalidad venezolana. Se estima que siete millones de personas han huido de la pobreza y la violencia provocada por la incompetencia y corrupción de un grupo político que ha destruido el Estado y de quien hay evidentes signos de su relación con organizaciones criminales, al punto, de que un presidente en funciones ha sido señalado como el líder del cártel de los soles por EE.UU.
Colombia cerró su proceso de paz con una de las guerrillas más violentas de la región tras más de 50 años de conflicto. En México se capturó al líder de la mayor organización narcocriminal, responsable de propagar las más atroces formas de violencia por todo el país: Joaquín, “el Chapo”, Guzmán. En Ecuador se produjo un terremoto en Manabí de 7,8 en la escala Richter con cerca de 600 muertos; se concretó el gran saqueo a los fondos del Instituto de Seguridad Social de la Policía Nacional y empezaría, sin mayores previsiones, la salida de la organización política que había gobernado Ecuador desde 2007 con marcado autoritarismo y socavamiento del sistema democrático.
En el 2020, no solo la región, pero sí con mucha fuerza, América Latina fue impactada por la voracidad de un virus que mató a más de seis millones de personas en el mundo. También agudizó la pobreza y con ella las desigualdades sociales.
Los sucesos descritos son variables que muchas veces no se consideran en el análisis del fenómeno de la inseguridad. Para entender las dinámicas de violencia y delincuencia debemos estudiar la necesaria asociación de estas dimensiones, específicamente, con la economía ilegal de mercados criminales ligados con el poder, las debilidades del Estado -provocadas intencionalmente o no- y su subordinación a estructuras de delincuencia organizada con alta capacidad de crear caos y desorden frente a una indiscutible desproporción gubernamental para aplicar con eficacia la ley y, finalmente, la deslegitimada acción de la justicia que pone en alto riesgo la democracia.
En términos de seguridad para el Ecuador, los temas que quedaron sueltos en el acuerdo de paz, entre el gobierno colombiano y las fuerzas armadas revolucionarias (FARC), se tradujeron en mayor capacidad de producción de drogas y la dispersión de combatientes que no abandonaron ni las armas ni ese mercado criminal. Los incentivos del narcotráfico no permitieron, al parecer, condiciones sostenibles de paz ciudadana y convivencia civilizada en la frontera, como ejemplo, los casos de terrorismo en San Lorenzo y la pérdida de vida de los periodistas en el año 2018.
En México, la situación no mejora, al contrario, se ha deteriorado con más velocidad desde que se conoció la sentencia a cadena perpetua en contra del Chapo Guzmán en Estados Unidos. Las olas de violencia se agravan si se investiga o se detiene algún familiar suyo, sucedió con su hijo Ovidio, un hecho que obligó al presidente López Obrador a ordenar, en 2019, su liberación para frenar la irracionalidad del crimen contra la población civil. No faltan los sorprendentes y a la vez tenebrosos hechos de violencia con vehículos incendiados, narcobloqueos, balaceras y asesinatos a diario. Además, de la indiscutible presencia de nuevas organizaciones, fracciones de las anteriores, que disputan rutas y mercados, organizaciones que están conectadas con estructuras criminales ecuatorianas.
Por otra parte, los flujos migratorios de ciudadanos venezolanos tuvo una tendencia de crecimiento desde 2012, pero fue en el año 2018 cuando se registró el número más alto de arribos al territorio ecuatoriano (956 mil). Lamentablemente, el Ecuador no tuvo -ni tiene- condiciones para atender sus necesidades y demandas sociales, tanto, que un gran número ha dejado el país o solamente utilizó a Ecuador como medio de tránsito hacia el sur del continente. De acuerdo al registro migratorio, al 2023, 94.403 ciudadanos venezolanos se censaron, una cifra significativamente menor tomando en cuenta que se suponía un número cercano a los 500 mil que vivían en forma permanente, al 2021.
Para muchos de los que se han quedado y sobre los que siguen llegando, a través de una migración irregular, las soluciones no son sencillas, exigen políticas públicas eficientes y asertivas frente a fenómenos sociológicos que ubican en condiciones de vulnerabilidad a un conjunto de personas que corren el riesgo de ser cooptadas, sometidas, amenazadas por la delincuencia que ven en su vulnerabilidad una oportunidad para sus negocios violentos e ilegales.
Una teoría que maneja la Policía Nacional, sobre el análisis de la mutación del crimen organizado interno, se conecta con el terremoto de abril del 2016, cuando la tragedia volcó el aparato estatal hacia la provincia más afectada, precisamente, la misma donde tenía hegemonía probablemente el grupo criminal más potente que tenía para entonces el Ecuador: Los Choneros, quienes se desplazaron de Manabí hacia otras provincias de la Costa y compitieron con otras estructuras delictivas para alcanzar supremacía. Esta agrupación delictiva, su contexto y las consecuencias de su accionar, necesita de mayor análisis para entender el funcionamiento de la delincuencia en el país.
El asalto a la seguridad social de la Policía Nacional también requiere de mayor reflexión. Se trató de un saqueo de casi mil millones de dólares, que se debe articular con la enorme corrupción política en el caso Odebrecht, el robo a los recursos para remediar el terremoto de 2016 y otros escándalos que desvelan una sociedad política corrupta y sin esperanzas de cambio. No empezó en 2016, el Ecuador tiene larga historia de corrupción de las esferas del poder: los ocho mil millones del atraco bancario de finales del siglo veinte, probablemente, es la más fresca de las corrupciones de las élites, seguidas por la década del correísmo y que parece continuar en el presente en uno de los negocios más lucrativos alrededor de los sectores estratégicos.
Así pues, en un país azotado por problemas estructurales, con gravísimas acusaciones de corrupción y alta impunidad, parecería existir una comprensión difusa y nada común del conflicto. Hoy mismo presenciamos con tristeza un nuevo escándalo que toca al mismo gobierno y la presidencia. ¿Qué hacer? Resignificar la democracia, revalorizar los derechos y las libertades, abandonar ideologías y buscar coincidencias para enfrentar la inseguridad, las desigualdades sociales, reconociendo que el progreso y futuro depende de la actual gestión, meditar bien el voto desde la lógica y la moral, sin olvidar que cuando la ética se aleja de la política, comienza la degradación de todos los sistemas.